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Luminaria en la noche, dedicada a la Virgen de las Aguas del Museo

Desquitadas las nubes de su intempestivo y monótono capricho de sollozar a deshora y sin piedad, se retiraron las banderas oscuras del cielo, sepultadas por un mantón de noche temprana.

Calado aún, en las entrañas, por tu nombre, tantas veces maldecido, solo una bendecido, decidí esperarte. Mis desvelos, envueltos por una pátina permeable y acuosa desde primeras horas de la tarde, intentaban secar sus ropajes con el calor de tu llegada tardía.

Caminando entre los bancos y adoquines invisibles, custodios del arte encerrado entre aquellos antiguos muros que fueran en un día mercedarios, mi travesía por las tinieblas era iluminada tan solo por candiles afilados y aéreos, siempre supervisados por el bronce murillesco y altivo de la plaza.

Una vez que tu Hijo expirante, o expirando, o ya expirado, quién sabe, se llevó consigo a la muerte enamorada pero nunca correspondida, desdibujando el aire con su silueta praxitélica y agónica, proseguí con mi sendero particular, mientras Su Majestad lloraba tu ausencia en su calle, cegadora por las luces no apagada aquella noche.

El frío, más cercano al invierno que a una recién nacida primavera, sorprendía a los presentes con sus estrellados cristales anunciando la prontitud de una lozana madrugada. Solo quedamos los valientes (o los jartibles, según se mire) que echamos un pulso al sueño y al cansancio, que trepanaban nuestra oposición con su bárbara barrena. Me postré en el tronco de un naranjo, que rezumaba una breve y gélida brisa propia de la mañana.

Y tu nombre grabado a hielo todavía. No llegas. El revuelo de capirotes negros avanzaba a duras penas esquivando el roce de hojas curvadas hacia dentro, como en un abrazo de vida, una cúpula de ramas rebosantes de celos, mientras el bullicio de las capas blancas dejaba en la noche su impronta con un sello: un monte salpicado por tres cruces rojas. Una más alta, cuya base, cuyo madero está destinado a ti, para regarlo con la sal lacrimosa de una nueva tierra.

Gravina, acostumbrada a trasnochar para recibir al Señor, adelantó por vez primera su jornada nocturna al lunes. Los niños celestes, cobijados en el cimbreo inquieto e incesante de los candelabros, despiden con una sonrisa el estrenado itinerario. A partir de ese instante, se abrió la calle, se estrecharon los muros y tembló el empedrado.

Despertó una tímida llama. Un candilejo caliente. Irrumpiste. Empezó a hervirme tu nombre. Un perfecto triángulo de nieve alrededor de una mirada perdida, que se diluye en la inmensidad del azul liso en pendiente, como el glaciar que cede al centelleo del astro rey y muere derretido en el agua. Perfecta geometría lineal del blanco. ¡Jamás hubo un blanco que igualara el tuyo, si aquella noche hasta la misma luna cambió a oscuras sus dos caras en señal de respeto y reverencia!

Y aquel níveo triángulo tenía su cúspide en un reluciente abanico de luces, abierto de par en par como en un arco ardiente de luminosidad dispuesto a disparar sus flechas resplandecientes en todas las direcciones. Diadema de estrellas verticales y enhiestas, coqueteando con una malla que tejía y tejía el milagro de nuestra Semana Santa: toda medida es exacta. Aquella cúpula de ramajes de la que les hablé, no cejaba en su empeño de impedir tu transitar, como queriendo retenerte para siempre.

Se entonaba la melodía jiennense del maestro Cebrián, y cada nota era una aceituna de los olivares claros y frescos de la Alta Andalucía, y cada pentagrama un campo interminable de dichos árboles extendidos por la pura geografía de aquella tierra. Y, quién pudiera interpretar mejor aquella marcha que la Oliva. No creo en la casualidad. Y tu nombre quemándome por dentro.

Creo en la capacidad de sorprender, de crear paradojas. Con tu nombre se levantó el día, y con tu nombre se cerraba. Al alba era frío, helado. Al anochecer, hervía y abrasaba, como una candela de fuego que danzaba a sones de Amarguras, rompiendo un lienzo de oscuridad acromático. Aquella noche Bartolomé dejó pintar a Sevilla.

Te perdí, pero las cenizas de aquel fuego se esparcieron por mi ser, que ardía de fe. Te escuché llorar desconsolada, y te vi dar lecciones de Humanidad. Tu nombre, otra vez. Yo, hombre sediento, acudí a tus Aguas.

 

(Fotografía Juan José Morales)