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Confesión y locura

Presuroso enciendo el ordenador y abro esta hoja de papel virtual. He sufrido el deseado arrebato de la inspiración. Me ha asaltado a mano armada, sin defensas ni protección. Abre el canal de mis palabras, y yo, inevitablemente, me entrego a su sumisión y a su fuerza.

Y he sufrido esa embestida fugaz e hiriente cuando menos lo esperaba. Una vez terminadas mis tareas y obligaciones, fui a desplegar la cortina de mi habitación. Buscando un momento de paz y tranquilidad, decidí buscar la mirada del cielo, al que hacía tiempo que no le echaba una ojeada. Y acomodando mis ojos a las siluetas de los edificios, se alzaba mortecino y tenue. Sin embargo, sus crestas ardientes y sus olas violáceas luchaban por asirse en el aire antes de ser engullidas irremisiblemente por el horizonte y la oscuridad.

Puede que parezca un fenómeno intrascendente, cotidiano. Pero esta vez no lo ha sido. El estricto reloj marcaba una hora más tardía, a priori impropia de la época aún invernal en la que nos encontramos. Las luces del ocaso son un impostergable indicativo de que algo está cambiando.

No queda ahí la anécdota. Antes de descorrer definitivamente la cortina, como si quisiera impedírmelo, una atrevida golondrina atraviesa el cielo y quiebra la burbuja de mi embelesamiento, que casi roza el calificativo de alienación. Y en mi mente se representaron inconscientemente las imágenes de una ciudad dormida, que aguarda la cálida bienvenida de un tiempo nuevo, de una metamorfosis cíclica. Y, sobre ella, una bandada de aves voncingleras y chillonas, descorriendo el telón de una función interminable.

Y, a los pies de este barullo de evocaciones ya familiares, mi escolta verde y maduro. El alfil robusto y vigoroso, el guardián de mis desvelos y mis secretos. El celador del devenir y transmisor de alegrías. Y ahí sigue, en pie. Resistiendo al envite de la naturaleza y al vaivén del tiempo, abatido por el peso de la madurez. Quiero bajar a peinarle sus canas renacidas. A sonreír con la profusión cercana de su tímida nevada.  A sentir el aroma de sus dientes florecidos por milagro de la vida. A perfumarme con la cellisca de sus lágrimas, rebosantes de emoción y jovialidad. Mi limonero, ha vuelto a nevar el fruto de mi tierra.

Dejando atrás el paisaje que ha profanado mi quietud y que ha quebrantado mi sosiego, me bajo a escribir estas líneas. Algunos de ustedes, queridos lectores, dibujarán en su pensamiento una imagen de mí cercana a la insania y a la demencia. Y no les faltará razón, pues puede que estén incluso en lo cierto.

Antes de despedirme, déjenme relatarles brevemente mi última historieta. Antes de cerrar la puerta, volví mis ojos a los días impresos y mi dedo se deslizó suavemente por el calendario, señalando el día que corresponde. Un salto a la derecha. Miércoles.

Díganme ustedes, queridísimos amigos, si no es para caer en el redil de la locura.

(Fotografía Juan Velasco)