Blog

Sevillana sin pecado

Corre el año 1613 en Sevilla. Albores del siglo XVII en una ciudad que continúa en el dispendio propio de una urbe rica; no obstante, su poderío se basaba en la riqueza originada en el vivo y ajetreado comercio generado en su puerto, siempre procedente de América y los Países Bajos. Tres años antes, en 1610, los moriscos son expulsados de Sevilla, pero el declive no alcanzará su punto más nefasto hasta la llegada de la catastrófica epidemia de peste en 1649, que supondrá una degeneración aparentemente insalvable.

Volviendo al tema que nos ocupa, les invito a realizar un recorrido geográfico por el centro de la ciudad. Sitúense en la plaza de la Encarnación, y borren de su mente por un momento (aunque resulte tarea complicada) las tan controvertidas y polémicas Setas. Arribamos en la calle Regina, cuyo final conecta con la iglesia de San Juan de la Palma. Por aquel entonces se ubicaba en esta calle un convento homónimo, Regina Angelorum, gestionado por dominicos. Este convento pasó a los anales de la historia teológica por pronunciarse en contra de una implantación dogmática acerca de Concepción Inmaculada de la Virgen. Un prior dominico, en su sermón, comunica al pueblo la postura, generando una profunda controversia entre dominicos y jesuitas y franciscanos (estos últimos, defensores a ultranza del dogma). Es más, se recuerda una coplilla que refleja lo ocurrido, siempre tiznada por el milenario ingenio del vulgo:

Aunque le pese a Molina
y a los frailes de Regina,
al prior y al provincial,
al padre de los anteojos
sacados tenga los ojos
y él colgado de un peral,
a voces Reina escogida
todo el mundo en general
diga que sois concebida
¡Sin Pecado Original!

El pueblo sevillano, tradicionalmente vinculado a esta vertiente mariana, sintió profanada su profesión y se afanó vehementemente en la defensión de la Inmaculada. El 29 de septiembre de 1615, la Hermandad de los Primitivos Nazarenos de Sevilla celebra un cabildo al que asisten 136 hermanos, y donde se lleva a efecto la defensa hasta morir del misterio de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen desde el primer momento de su existencia, anunciando el juramento por primera vez en la historia. Roma quedaba destronada y rebajada a un segundo plano.

No sería hasta el año 1854 cuando el Papa Pío IX (léase Pío Nono, aunque no tenga nada que ver con los dulces), proclama en la bula “Ineffabilis Deus”, el dogma de la Inmaculada Concepción. Recibido con júbilo y entusiasmo, las iglesias y parroquias sevillanas celebran lanzando las campanas al vuelo la buena nueva. Han pasado 161 años desde entonces, y el pueblo hispalense presume del 8 de diciembre como uno de los días más señalados, entrañables e íntimos del año mariano en Sevilla.

Terminadas así las breves reseñas históricas, llega el ripioso momento de dar rienda suelta a las evocaciones y sentimientos. En este ajetreo de compras de última hora, besamanos, congresos musicales y belenes, me detengo un momento ante el siempre imponente cuerpo pétreo e implacable de Sevilla, también denominado como la Catedral. Colas kilométricas lo abrazan, esperando impacientemente los turistas el turno de visita. Atravieso con el pensamiento los robustos muros, y ante mí se descubre la inmensidad de aquellos que concibieron un edificio “para que las generaciones posteriores nos tomaren por locos”. Sana sea la locura del creer.

Momento de confesión. Intentando no ser víctima del Síndrome de Stendhal que supone una visita al interior de las naves catedralicias, busco con divertida inquietud aquel lienzo. No sin cierta dificultad y con algunos ejercicios de adaptación visual, consigo leer en el extremo inferior izquierdo una inscripción que reza: “Roma 1854”, bajo la figura del Papa Pío IX, y separado del Beato Marcelo Spínola por el Río Grande, representado con esplendores pretéritos. Un primitivo nazareno enarbola la Bandera Blanca, y bajo él, se advierte un niño. En ese instante, un trajín de voces y correteos asalta mi sosiego contemplativo. De celeste puro e impoluto, celeste alegría. De niñez y de la infancia. Son diez, y en una sola se convierte el canto y el tintineo secular de sus castañuelas. Y, como elemento principal y elevada a un plano distinguido, se aparece. Rostro de cielo en pintura, vigila con cautela todo a su alrededor. Vestida, también de celeste y púrpura, un universo estrellado tiene la osadía de rondar sus sienes divinas, mas mía también es la imprudencia de querer acercarme. Impotente, me invade la detestable necesidad de la espera. Diez, como diez son los seises. Diez son los días que separan su aliento y su respiración de los míos. Diez son los días para que el hombre encuentre en su aura perfecta, apoteósica y terrenal el asilo y el amparo. Diez días para otros 365 de Esperanza.

Sobresaltado por el rasgar de unas guitarras y el cante unido de estudiantes, a mi derecha se alza, fresco e intachable, el monumento a la Inmaculada Concepción de la Plaza del Triunfo. Como alabastro lunar en fondo oscuro, vence a la noche con su luminosidad marmórea propia de una tersura perceptible por los sentidos. Cuando amanezca y el alba raye con su aguda y fría luz otoñal el halo de esta nuestra suerte, renovaremos el voto. En mi mente, Montesinos, tan olvidado y postergado. En su décima, recogidas las palabras de un pueblo noble y atento. Así ha sido durante 400 años, y así seguirá siendo.

Ay, María Inmaculada,
niña guapa sin igual,
a Dios no le sienta mal
saberte la preferida,
¡sevillana concebida
sin pecado original!