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“Fidelidad tradicional”

Como la última página de cualquier libro impreso, termináronse de escribir estas líneas justo cuando la Virgen del Rosario de la Plaza de los Carros atravesaba el dintel de su capilla y culminaba su solemne y anual Rosario de la Aurora. Un evento litúrgico que viene siendo cada año más suscitado y en el que la antiquísima imagen del siglo XVI rinde grata visita a diversas parroquias de la ciudad. Este año la misa ha tenido lugar en la Parroquia de San Vicente, oficiada por Marcelino Manzano, Delegado Diocesano de Hermandades y Cofradías, y párroco de la aludida parroquia. Sin embargo, la intención de este escrito no contempla la elaboración una crónica de la procesión. Más bien, el objetivo propiamente dicho es rememorar con ligera tenuidad este día tan señalado y significativo para nosotros, y que progresivamente está sucumbiendo a la difusión exorbitada de tradiciones ajenas, imperantes en la sociedad actual.

Todo cofrade que se haya dado madrugadora cita en el acontecimiento mariano que ha servido de inicio para este artículo suele ser gran conocedor, aunque no siempre, de la celebración católica propia del 1 de noviembre, Festividad de Todos los Santos. Es menester (desgraciadamente) recordar que en este día nuestra Iglesia celebra con fiesta solemne a aquellos difuntos que, una vez superado el Purgatorio, reciben la santificación plena y gozosa para alcanzar el Reino de Dios. No solo festejamos a los beatos o santos que conforman la lista de canonizados, sino a todas las almas jóvenes, ancianas, o adultas que se regocijan en la presencia de Dios.

Entre tanta crítica “constructiva” (por no mentar el antónimo que tanto usted y yo estamos pensando) acerca de los pliegues asimétricos o tocados que son una “aberración estética”, quedan reductos tradicionales en los que el compromiso de las familias con sus difuntos estos días pervive a duras penas más allá del Hospital de San Lázaro. Indudablemente, no deja de ser un aspecto considerable el atavío de nuestras dolorosas, siempre y cuando no trascienda del plano de lo secundario. Habrá tiempo para enjuiciar el atuendo de las Vírgenes, pero en estas fechas la sencillez debe ser factor preponderante.

Retomo el hilo sustancial del tema que me ocupa. Ahora mismo, serán varias las familias que regresan del Cementerio de San Fernando tras aderezar y embellecer las lápidas de sus seres más queridos, para que mañana luzcan dignamente. Puede entenderse el descenso de la compra de flores como una consecuencia de la crisis, pero hay quienes hacen un esfuerzo no solo hoy, sino varias veces al año, para rendir homenaje humilde a sus familiares. Ellos son pilares fundamentales y, a veces indirectos, sobre los que se sostienen los cimientos de una tradición que ha padecido cuantiosos avatares, como aquel terremoto de 1755 que tuvo lugar a primera hora de la mañana de este mismo día. La fantasía popular creyó ver a las Santas Justa y Rufina sustentando la Giralda para evitar su derrumbe. Esta leyenda dio pie a la murillesca representación pictórica de las Santas junto a la icónica torre de nuestra ciudad. El don de la fe de los presentes en aquel día se superpuso a las circunstancias, y se rezó el Te Deum como acción de gracias por lo sucedido.

Numerosos son los desenfrenados individuos que hoy despiertan con el malestar corporal propio de la celebración de la fiesta americana de la que todo el mundo habla, fenómeno cada vez más extendido y generalizado entre la juventud envilecida, ignorante de sus propias costumbres. Recuerdo una cita del párroco salesiano que ofició el pasado Triduo de María Santísima de los Dolores y Misericordia. En su homilía, resaltó trascendencia y el provecho de la tradición, afirmando que “la tradición es la comunicación de la vida”.

Tengo la fe y la certeza de que esa comunicación vital van hoy cogidas de la mano. La imagen entrañable y, cruel para los que ya no tenemos la dicha de revivirla, sobrevuela mi mente. Una señora mayor besa con los dedos las letras del que fue su marido, con el que compartió toda la vida. Terminada la despedida, agarra a su nieto de la mano, el cual comienza a comprender con cierta madurez la fugacidad de la vida. Caminan en silencio, y él no deja de mirar los álamos enhiestos e hirsutos del cementerio de San Fernando. El Cristo de Susillo los mira alejarse, en la profundidad interminable del instante y del paseo. La candidez intrínseca le sobresalta nuevamente cuando vislumbra la cromática composición floral que descansa bajo el azulejo de la Soledad. Abandonado el camposanto, la abuela lleva a su nieto a ver cómo ha amanecido hoy la Vecina. Ignorando cualquier tipo de abalorio o adorno superfluo en el áureo atavío (ahí reside la felicidad y el verdadero sentido de la fe), esta señora se sienta junto a su hijo delante de Ella. La miran, se miran. Lanza el chiquillo un beso de despedida, y se van. Como se fue José camino de Talavera. La Señora se queda en su camarín. Llora por los que abajo lloran con ella. Ríe con los que arriba, en su reino, ríen y disfrutan con ella. Fíjense si es maravilloso.