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La fe sin fronteras

No descubro nada si afirmo que algún cofrade, oriundo intramuros y defensor a ultranza del Casco Histórico, apostado a las orillas del asfalto, analizaba, ojo avizor, cada movimiento y cada gesto de aquellos que, para él, probablemente, eran foráneos, usurpadores y allanadores. Se dieron de bruces con una realidad que apenas conocían: la Semana Santa de Sevilla, su universalidad y el camino que siempre ha trazado a lo largo de  cinco siglos.

La madre quedó allí, como único pulmón del barrio que quedaba desolado a las dos de la tarde. Comercios cerrados y autobuses en camino, como quien pasa el día en su ciudad, aunque la silueta de la Giralda apenas quede perceptible a los ojos.

Y se produjo el reencuentro en torno al eje de sus propias vidas. Como un imán, un péndulo, un satélite. 600 cirios sacramentales a la luz de febrero, sobreponiéndose a las distancias y los obstáculos. Una representación de hermandades de Silicia y Palermo causó curiosidad en los asistentes por sus vistosos medallones. Rayaba el reloj las 5 de la tarde y la luz ya oblicua de la tarde doró la imagen tranquila, serena y afable del Señor Cautivo del barrio de Torreblanca. Nada más cruzar la ojiva mudéjar brotaron, como trigales a merced del viento primaveral, las personas que no entenderán nunca de calles, de enclaves, de distancias. Su patria es la espalda del Cautivo. Y allí estarán siempre, sin prestar cuenta mínima a su alrededor.

Las callejuelas de San Luis protegieron las primeras horas del Vía Crucis hasta llegar a la Plaza de los Carros, donde la Hermandad de Montesión recibió a los hermanos del Sábado Santo. Hizo lo propio la Amargura y en la calle Santa Ángela, foco atractivo del recorrido, las hermanas del convento entonaron sus cantos a la imagen nueva a sus ojos. Pero sus ojos, igualmente, cantan solo a Dios y también a Ángela, cuya reliquia portaba el Señor a sus pies.

El improvisado mirador de las escaleras de las Setas sirvió como balcón a los curiosos que se agolpaban en los alrededores de la Anunciación, última parada antes de acelerar el paso hasta la Catedral. El día sucumbió a la noche (que cada vez llega más tarde) y cercanas las ocho horas de la tarde, las campanas de la Giralda repicaban gozosas y alegres, en señal de bienvenida a toda una legión de vecinos que también forman parte de su altura. Con apenas diez minutos de retraso, comenzó el rezo del Vía Crucis bajo las naves catedralicias. Diversas hermandades presidían las catorce estaciones a predicar, y Monseñor Asenjo cerraba el piadoso acto con una reflexión profunda y extensible a todos los cofrades de Sevilla: “Es la tarea principal de esta Cuaresma. Sin la conversión, todo lo demás será agitación estéril. Pido al Señor que la nuestra sea una conversión sincera, que penetre en las entretelas de nuestra alma. No os contentéis con un vulgar aderezo o con un cambio cosmético y somero. Volvamos a Dios, que eso es la conversión», afirmaba el prelado.

A las 22:05 de la noche, ya acusando el retraso y tras visitar la Capilla Real (encuentro entre el ayer y el hoy, entre el ahora y el siempre) el Cautivo y su barrio emprendieron el camino de vuelta hacia la iglesia de Santa Marina, que podrá contar para los anales, más allá de revoluciones, quemas y asedios, la alegría y el privilegio que supone cobijar, por dos veces, los sueños de un barrio que jamás conquistó Sevilla. Simplemente, la visitó un lunes cualquiera de febrero.