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Dios tuyo y mío

Dijo alguien una vez que no existe volumetría posible que midiera la fe. La Semana Santa se construye a través de interpretaciones personalísimas e intransferibles. Cada uno convierte y realiza su propia Semana Santa según la herencia, el acercamiento, la participación, el concepto, el modelo, la visión, la edad, la experiencia, el estilo… y la familia.

Todas las exégesis habidas son válidas y conformadoras vitales de la realidad majestuosa de nuestra fiesta mayor. Y, sin embargo, todos compartimos Dios, credo, palabra, divinidad y mensaje. Todos concebidos para el mismo fin: culto y adoración en todo momento y todo lugar. Son asideros cotidianos y depositarios de preocupaciones y problemas. Son confidentes y oyentes supremos. Pero, más allá de todas estas verdades, la certeza de que todos nosotros tenemos nuestro Dios y nuestra forma de interpretarlo, amén (nunca mejor dicho) del Dios presente en nuestras vidas.

Verán; mi Dios acaricia con su carne inerte las tejas luminosas y cálidas del barrio. A veces lo veo encaramado sobre las tapias blancas de los corrales, producto de las ilusiones y los reencuentros. Mi Dios escribe el azul del agua sobre el puente mismo. Mi Dios, tan muerto y ausente como el vuestro, roza con su costado el colorido de los globos y el siseo abrileño de las ramas.

Pero los lunes, cuando veo a vuestro Dios (¡que lo quiero y lo siento como mío!) comprendo más aún estas verdades. El Señor de la Vera Cruz atrae, absorbe, escucha. Estos hermanos que desfilan cortejando su muerte han crecido sobre su pecho henchido en amor. Ni los azotes, ni las espinas, ni las coronas restaron nunca la virtud vital y necesaria que Dios legó a los hombres de la tierra: la de amar. Estos hermanos han creído en él para alcanzar la vida, para celebrar la reunión en torno a su abrazo. Estos hermanos también lloran, como yo, la humanidad serena de su rostro. Los hermanos rezan con su música: el crepitar de la verde cera sobre el empedrado, el canasto crujiendo las oscuridades de la madrugada, la mano que se desliza sobre el espacio que descubre el mentón y el pecho, la Tristeza agudísima del regreso…

Nunca estuvo su Calvario

tan cerca de la Gavidia

la noche del Lunes Santo.

En su diminuta (osadía la mía) envergadura acoge a los siglos, a quienes se fueron, a quienes han ejercido su ejemplo como vía de actuación en la vida, a quienes llegan, a quienes mantuvieron viva la llama de la Verdad y de la Cruz ignorando el peso del olvido y el abandono…

Y todo en el silencio de su presencia. ¿Qué es el Señor de la Vera Cruz si no sus niños, su revuelo, su inocencia? ¡Se alegra el Señor con tanta compañía! ¿Qué es el Señor de la Vera Cruz, si no la condensación cierta y clara de nuestra fe? Del aire entrecortado de sus labios se escapa aquel mensaje que decidió el devenir del mundo. De sus llagas tranquilas y afables emana una caliente y sincera invitación a la paz, a la oración, al creer sin límites, al esclarecer nuestras dudas y a convencernos de que este Dios, vuestro, nuestro, tuyo y mío, también atraviesa por la sangre de la ciudad y atribuye su sentido al espíritu inmenso y firme de la Semana Santa.

(Fotografías Franciso J Cruz)