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Carta para no olvidarte

Se contaban los minutos por los rayos de luz. Una luz que apenas horadaba las vidrieras, que parecía no dorar la robustez de los muros y que apuraba su vida última en la caricia breve de las esquinas. Si acaso calentaba el eco lejano de unas palmas y un bodegón. Las espadañas, antigüedades en un hoy que no respeta, se abrían paso entre las azoteas blancas como se abre camino la vida en los vergeles.

Las escalinatas frías y desgastadas como encuentro del nativo y del peregrino, a la espera voraz de quien espera un milagro en la cercanía del instante. Y apareció. Un maremoto de fuerza desmedida, de presencia interrogante, de soberanía divinizada. Y de madre. Cuando una madre llora, la tuya o la mía, el alma misma se deshace en desconsuelos. Parecía tímida, sonrojada, a la espera de algún romance que la despertara. Entendí que el amor va despacio, y la locura, también.

Tuvo aún tiempo el celeste de seguir siendo suyo, para pasar a ser de ti y para ti. Porque el cielo se fue contigo, atrapado en el abrigo áureo que arropaba tus espaldas hirientes. Créeme: una vez intenté mirarte. Incluso me pareció dibujarte sobre las cales incoloras. Cortabas con las manos el corazón desbocado del que te conocía por primera vez. Tus cuestas son también mis cuestas, y mis dudas son solo tus respuestas.

Parecía también florecer en la cruda pesadez del otoño. De repente, se encaramó al alféizar milenario de las piedras y desde allí, tan alta como su altura y con la noche posada sobre sus hombros, dijo adiós a la luz lastimera del día. Alguna cúpula (olvidada, remota) se fundía en la acuarela de aquel color sin nombre. Quizás lo hubiera pintado Murillo un día de tristeza absoluta. Era un color amargo, destemplado, con sabor a despedida. Con sabor a un amor que acababa de encenderse. Me recordó que estaba lejos de ti. Muy lejos. Pero me invitó a no olvidarte.
A lo lejos se consumía la candela palpitante de la atardecida. La sal ahogaba el suspiro último de la distancia en el horizonte. Y ante nosotros ardió el pecho turquesa, puro, de María en su Amargura.

(Fotografías Victor González)